Estas dos últimas semanas me he enredado en una maraña de pensamientos apocalípticos sobre mi futuro incierto, el paso del tiempo, la edad que tengo, que quién me va a contratar a mí pudiendo hacer mi curro por la mitad de precio alguien con 30 años menos y un poco de inteligencia artificial… blablablablablablá, y no se me ha ocurrido mejor solución que ponerme a tratar de organizar el final de mis días o, mejor dicho, mi futuro laboral, (¡ja!, “si quieres hacerle reír a los dioses, cuéntales tus planes”, no sé de quién es la frase pero me encanta) en medio de grabaciones fuera de Madrid y jornadas maratonianas de trabajo. Y claro, todo mal.
Primero, porque últimamente me he encontrado con varios compañeros de antiguos trabajos que llevan meses sin encontrar nada, luego con una antigua realizadora que está haciendo un máster de 8000 pavazos para salir pitando de esta profesión, y me he ido enredando y enredando y enredando, y he terminado llamando a ese máster para informarme y claro, no son 8000 pavazos, son muchos más, ya que durante ese tiempo, que es todo un curso, habrá que comer algo y pagar el alquiler, digo yo. Y de pronto me he visto dando clases a estudiantes de edades espeluznantes, lidiando con asignaturas que en su momento me horrorizaron, llevando una vida estable, si es que eso existe, dedicada a algo a lo que nunca me he querido dedicar, y se me han abierto las carnes. A la vez, he decidido que a lo mejor también podía ponerme a rellenar formularios entre viajes, grabaciones y llamadas a univesidades a distancia, para mudarme a Canadá y dar clases de español allí en un colegio de una pequeña comunidad en mitad de un bosque denso plagado de abetos descomunales, con sus ríos y sus cascadas, mientras me enamoro de un leñador atractivísimo y vivo un romance… espera, que me acabo de dar cuenta de que esto es exactamente la serie de Netflix tan cursi que no recuerdo cómo se llama. La cosa es que me he metido en todo eso a la vez. Sin morirme ni nada. Grabando y grabando, viajando, organizando a un equipo entero y el contenido de tres programas de televisión, y entrevistando, sonriendo, contestando los correos del jefe que, cómo no, se encuentra en una ciudad en el otro lado del mundo, con lo que nuestra correspondencia suele producirse durante su momento bueno del día, que es cuando a él le ha hecho efecto el primer café y yo debería estar en el pico más alto de mi fase rem. Y claro. Mal. O bien, porque no he explotado ni nada.
En medio de ese jaleo físico y mental, me encuentro con Oli, este hombre:
y me enamoro de él, de su historia. Aquí va:
Oli se compró este chiringuito el verano pasado. Es su plan de futuro. Un chiringuito de playa en mitad de ningún sitio en Castilla-La Mancha. Oli odia a la gente que bebe alcohol pero él se ha comprado un chiringuito. De playa. Sin playa. Está en mitad del campo, el pueblo más cercano está a veinte minutos en coche y ese pueblo, de tres calles, se encuentra a una hora del siguiente. Frente al chiringuito hay un río. Lo que podría acercarse a la posibilidad de considerarse playa es un metro escaso de arena a la orilla del río, donde solo caben dos culos bastante apretados para sentarse y poder mojar los pies. El resto del río es impenetrable. Y en la otra orilla, el ruido de un montón de excavadoras trabajando en una cantera que se alza como una montaña de arena gris, con lo que silencio y vistas al horizonte no hay.
Nosotros aparecemos de la nada. Siete personas que se bajan de una furgoneta negra con los cristales tintados, buscando las aguas de un río para poder grabar unos recursos. Oli no se sorprende al vernos. Simplemente, se acerca a esperar a que aparquemos y salgamos del vehículo y nos da las buenas tardes cordialmente.
Me acerco al río, veo que no nos vale para lo que queremos y entonces charlo con él mientras los demás fuman un cigarrillo y observan extrañados el montaje que tiene allí el hombre. Estamos todos agotados de días de viajes, grabaciones y demás, pero también acelerados, así que agradecemos este parón tan raro. Oli me cuenta su historia sin preguntarme nada, con una naturalidad sorprendente y, sobre todo, mucha calma, mucha tranquilidad.
Me cuenta que se pasa el día arreglando el chiringuito, que su intención es que aquello se convierta en un lugar de veraneo en el que servir comidas a familias, pero que nada de grupos que vayan a emborracharse o a fumar porros, que no quiere gente así. Que quiere gente con perros (incide mucho en esto), tranquila, familias con animales que vayan allí a echar el día. Me cuenta que está muy contento, que todos los días recibe la visita de un montón de perros y gatos callejeros, que es lo que le gusta a él. Me dice que siente no tener nada de comer en esos momentos más que pienso para perros y gatos, ya que no esperaba recibir otro tipo de visitas, pero que a una cerveza me puede invitar. ¡Invitar! También me cuenta que el ruido de las excavadoras de la cantera no le preocupa porque está en contacto con el ayuntamiento de ese lado del río y que está seguro de que le van a ayudar con su proyecto y van a parar, porque a ellos también les interesa su chiringuito, porque también “es bueno para el pueblo”. Que él allí se sienta por las tardes a mirar el cielo, el río, y de pronto me grita con una sonrisa de oreja a oreja: “¡mira!, ¡un cormorán!”. Le digo que está en un sitio estupendo, poco a poco mis compañeros de trabajo se van uniendo a la conversación y noto cómo se van relajando. Empiezan a tomar asiento y, al final, Oli y la jefa de producción se van a comprar unas patatas y unos huevos en la furgoneta y terminamos comiendo una tortilla inmensa allí con él que cocinamos entre varios. De vez en cuando aparecen de la nada algunos perros que se van quedando con nosotros, y cuando nos damos cuenta empieza a hacerse de noche. Tenemos que ponernos en carretera y seguir viaje, así que nos despedimos todos de él con un fuerte abrazo mientras comenta pensativo que tiene que darle alguna vuelta al tema del marketing para darse a conocer. Ya en la furgoneta, comentamos lo extrañamente bien que se está en el chiringuito de Oli, a pesar de esa bandera y de lo destartalado del lugar, mientras nos vamos callando envueltos, por primera vez en dos semanas, en una extraña sensación de paz.
Así que ahora Oli ha pasado a ser otra de las cosas que incluyo en mi lista de “Hala, qué bestia eres”, porque aunque no tengo clara cuál es exactamente la lección, el peso de un futuro tan incierto como poco apetecible se ha hecho bastante más liviano, porque igual que cada uno escogemos nuestro propio veneno, supongo que alguna vez yo también llegaré a ese punto de tener mi propio chiringuito de playa, sin playa ni clientes, en el que sentarme a escuchar el sonido de unas excavadoras mientras espero con el pienso servido a que llegue algún perro callejero a alegrarme el día. A lo mejor eso es encontrar la paz. Quién sabe. Yo prefiero pensar que sí.
Ese chiringuito de Oli, en realidad,es una pequeña gran esperanza para todos los que estamos en esa incertidumbre ❤️❤️
Parece que Oli se ha sentado en la paz que tiene en ese momento vital. Quiero pensar que nadamos buscando orilla, sin darnos cuenta que la orilla es nadar, porque playas como la de Oli conocemos. Y, de alguna manera, Oli seguro que vio orilla en ustedes también. Pd.: "...el que nace bien pagado, en procurarse lo que anhela, no tiene que invertir salud...": triste, pero tus ocho mil los tienes con tu manera de remar las letras. Felicidades 🙌🏾