Cuántas veces un libro o una película no te gusta porque te pilla cruzada. Vas al cine cabreada porque media hora antes un señor casi te atropella al no frenar en un ceda al paso, porque llevas varias noches durmiendo fatal, o porque el bisoñé (había escrito bigote pero de pronto he sentido la urgente necesidad de escribir “bisoñé”, qué maravilla de palabra) del protagonista te recuerda a ese profesor al que le olía mal el aliento y no consigues dejar de pensar en él y entrar en la historia. La realidad tira de ti, mientras tú peleas por salir de ella y meterte en otra, sentada en la oscuridad de una sala en la que, por mucho que solo brille una pantalla gigante delante de ti, por mucho que no haya nada más donde mirar, te has sentado rodeada de recuerdos envenenados por el cansancio, un coche despistado o un olor a rancio procedente de un pasado muy cutre.
Por eso me cuesta recomendar libros, porque muchas veces soy consciente de que uno me ha encantado porque en ese momento de mi vida buscaba una historia exactamente como esa, o no me ha gustado nada porque mientras pasaba las páginas estaba siendo atropellada por una locomotora lenta y pesada como una crisis existencial en la vida real.
Aún así, allá voy. A no-o-bueno-sí recomendar.
Andaba yo estos días escribiendo una historia que parecía que se empezaba a escribir sola, pero en realidad es porque llevaba meses haciendo blup blup en mi cerebro, cuando de pronto llegué a ese punto en el que necesitaba un final hacia el que dirigirme, una intención, pero todos los que se me ocurrían eran demasiado fáciles. O previsibles. O demasiado inverosímiles. O que no me apetecían nada. En la historia hay un perro y me estaba peleando constantemente por huir de la ñoñería, pero me iba hacia el lado contrario, y claro, tampoco es eso. Una anciana matando a hachazos a un perro y utilizando sus vísceras como decoración navideña de su salón comedor a lo mejor es buena idea pero para otro libro. ¿O no? La cosa es que el otro día iba por la calle, cuando pasé por delante de una de mis librerías favoritas y paré, como siempre, en el escaparate. Y me encontré de bruces con “Un perro de carácter”, de Sándor Márai, con una faja que prometía una lectura “sutil, elegante e incisiva”, y claro. Me la tuve que llevar. Y…
¡PERO QUÉ PEDAZO DE BESTIA!
Hasta ahí, mi crítica literaria, sesuda y reposada. El tipo me ha matado. La terminé hace un par de días y se me han quitado las ganas de seguir escribiendo porque jamás en la vida voy a ser capaz de terminar así un libro. Qué pedazo de final. No voy a hacer spoiler, solo diré que con una frase de cuatro palabras remata la historia de la mejor y más sorprendente forma posible. Me ha estallado la cabeza. Así que me he puesto a escribir otra historia que también llevo meses cocinando, y que empezó como un relato de 3 páginas pero que pide a gritos muchos más.
El libro tiene algunas frases de auténtica misoginia, pero son pocas, y a mí me han hecho hasta gracia, qué queréis que os diga. No voy a pretender que un señor húngaro nacido en 1900 se hubiera subido de repente a la primera ola del feminismo. Ojalá él y muchos más, pero no.
Otro libro que no quiero recomendar es “Podrías hacer de esto algo bonito”, de Maggie Smith, la escritora, no la actriz, que me ha encantado. Bueno, me ha encantado y me ha aburrido. Me enganchó desde la primera página, luego me peleé un poco con ella, me volvió a gustar, después mucho, y al final, aun más. Es un libro precioso, pero esa montaña rusa de emociones, de gustarme y no gustarme lo que leía y de enamorarme al final, es solo cosa mía por lo que he explicado antes. La vida.
Maggie Smith cuenta su proceso de divorcio como una especie de caída y después reconstrucción emocional, y me he sentido muy identificada, incluso a veces pensaba que la mujer había cogido un avión desde Columbus, donde vive en Estados Unidos, se había colado en mi casa y había leído mi diario de estos últimos dos años. Yo no me he divorciado, al menos no en esta última década, pero he pasado por un proceso muy parecido, ladrillo a ladrillo. Y, la verdad, me he sentido muy acompañada y muy comprendida con este libro. Así que me alegro de que haya cotilleado mi diario. Gracias, Maggie.
Siguiente cosa. Los protagonistas de esta semana también lo han sido en muchas de las anteriores. Vamos, que ya nos conocemos casi por nuestros nombres de pila. Los suyos no los puedo compartir con vosotros por aquello de la ley de protección de datos personales de pavos reales:
El domingo pasado no os pude escribir, tal y como comenté el lunes, que sí lo hice, porque estuve en El Escorial. Hice un montón de fotos preciosas, y otras no tanto, como éstas, pero es que este sitio se me quedó clavado en la cabeza. Esa especie de tarta (se la conoce así, no le he puesto yo el nombre) es una tumba colectiva en la que están enterrados niños de la familia real que murieron antes de hacer la Primera Comunión y forma parte del Panteón de los Infantes.
Os dejo con una garceta y me despido con un relato:
El memorándum de las 11 y algo de la mañana
En cuanto llegaba la primavera, el dueño de unas famosas galerías comerciales situadas en el centro de París, enviaba cada día sobre las 11 y 11 de la mañana un memorándum a todos los empleados en el que les anunciaba su inminente suicidio: se iba a tirar por el balcón. Entonces se ponía en marcha el ya conocido por todos protocolo de actuación: el hombre se asomaba gritando desesperadamente que nada en su vida tenía sentido.
Los trabajadores, agrupados ya en la calle, le rogaban que recapacitase. La fingida tensión crecía por momentos. Los de abajo comenzaban a enumerarle a voz en grito los nombres de sus seres queridos, cuya lista llevaban todos apuntada en un papel. El hombre, más calmado y sintiéndose mejor, lentamente, regresaba al interior del edificio, y los empleados volvían a sus puestos mientras comentaban satisfechos lo convincentes que habían estado, ya que cada día aquello les salía a todos mucho mejor.
Saludos de los pavos reales de Cristina Enea. :D
Me intriga de que murió el dueño de los Grandes Almacenes...