Ayer estaba viendo el documental La Botánica del Deseo, sobre cuatro plantas que han sido nuestro objeto de deseo desde el principio de los tiempos, bueno, de los suyos, no de los nuestros, y descubrí que la fruta prohibida de Adán y Eva no pudo ser una manzana porque por entonces las manzanas se daban solo en una zona muy concreta de Asia. Que seguramente habría sido un pomelo, pero fueron los pintores renacentistas los que decidieron convertir en manzana a esa fruta del deseo y así ha quedado en nuestro imaginario.
El documental está basado en el libro que enlazo en el título y la verdad es que es interesantísimo.
Por la tarde salí a dar un segundo paseo. Entré en un parque y mi recorrido lo fueron decidiendo mis ganas de huir de la voz de una italiana que hablaba demasiado alto y muy rápido, y no me dejaba escuchar el silencio. Tardé un buen rato en quitármela de encima. Como si estuviera tan metida en su propio monólogo que la cabeza solo le daba para construir su discurso, con lo que el cuerpo optó por caminar sobre mis pasos y perseguirme.
Estaba todo precioso. Al rato decidí seguir hasta el río y, ya en la calle, escuché la conversación de dos chicas argentinas que iban sosteniendo su mate, mientras una animaba a la otra con una mirada muy cariñosa, diciéndole, entre boluda y boluda, que lo estaba haciendo todo bien, que se estaba cuidando el cuerpo y la cabeza, y que no se presionara tanto. Las dejé atrás y me crucé con otra chica que llevaba unos cascos enormes e iba hablándole al móvil, diciéndole que no estaba dispuesta a convertirse en esa persona horrible por culpa de aquel maldito trabajo. Me alegré al ver a tantas chicas cuidándose. Después estuve observando a los patos, los gansos, se puso el sol, y en el camino de regreso a casa, varias parejas paseaban y uno de ellos comentaba que alguien, no sé por qué me imaginé que hablaba de su madre, no estaba bien, “le pesa el cansancio demasiado”, dijo con tono preocupado.
Yo había salido a ventilarme porque por la mañana me encontré con una antigua compañera de trabajo que no consigue nada desde hace meses y me dejó rara. Me contó que le han llamado de un par de sitios pero no los ha cogido porque las condiciones eran nefastas y los trabajos solo duraban un par de meses. Y me empecé a preocupar por el futuro cuando no llevo ni un mes trabajando. Y necesitaba salir de casa, dejar de ver documentales, ya que estoy dirigiendo y escribiendo uno, y ventilarme la cabeza. Necesitaba recordarme que en mi profesión nunca se sabe, así que no tiene sentido preocuparse. Esto, en mi profesión y en la vida. Ya Mark Twain dijo algo como «He tenido muchas preocupaciones en mi vida, la mayoría de las cuales nunca sucedieron», y esto, como un mantra. Pero estoy harta de vivir así. Y cuantos más años cumplo, más me preocupa. Así que me he puesto a inventarme en la cabeza un futuro nuevo, lejos, en otro país. Haciendo algo que no he hecho nunca, pero con un sueldo un poco más estable. Que tampoco sé lo que es. En fin.
Bueno, voy a contaros mi vida.
Porque esta semana ha sido el aniversario de una cosa muy importante para mí, algo que me ha cambiado la vida. Para bien. Bueno, no. Para mejor. Para muchísimo mejor.
Hace un tiempo me rompí. Me partí en mil pedazos. Me di cuenta tarde y a la vez me di cuenta a tiempo.
No sé cómo seguir…
El caso es que un día me levanté por la mañana, y me di cuenta de que llevaba muchos meses, seguramente años pero el vértigo y el miedo me impedían mirar tan hacia atrás, en los que no quería seguir viviendo. No veía ninguna posibilidad de futuro. No tenía ganas de seguir. No encontraba las fuerzas y no le veía el sentido. Nada iría bien nunca más y nada merecía la pena. Ese era mi estado civil. Vivía tirando hacia adelante, sin pensar, por inercia, y cuando en mi cabeza entraba algún tipo de pensamiento, empecé a borrarlo con alguna cerveza porque mirar hacia dentro se convirtió en algo terrorífico.
Iba al trabajo, solucionaba la papeleta atrincherada en mi propio cuerpo, cogía el tren de vuelta, compraba algo para beber y me subía a casa. Empecé a beber cada vez más. Para dormirme cuanto antes. Para desaparecer. Para que terminara el día y fuera ya mañana y no tuviera que pensar en nada.
Hasta que un día no fui capaz de salir de la cama.
Ese día, aquella resaca, me salvó la vida.
Alargué el brazo, cogí el móvil y llamé al director del programa de televisión en el que estaba trabajando: no puedo seguir, le dije. Le pedí que me dieran de baja ese mismo día, colgué y me puse a llorar.
Lloré de cansancio. De miedo.
Seguí llorando.
Hasta que lloré de alegría.
Porque entonces me di cuenta de que por fin había hecho algo por mí.
POR MÍ.
No por mi jefe. No por mi casero. No por el dueño del Carrefour. No por el Instituto Nacional de Estadística o la Seguridad Social. Entonces me levanté de la cama y comenzó mi reconstrucción.
No ha sido un camino fácil. Han sido muchas caídas y recaídas. Muchos miedos, mucha soledad, unos enormes ovarios y un desaprendizaje enorme para empezar a aprender desde el principio a hacer esto que se llama tener una vida y ser capaz de mirarte al espejo, de pronunciar tu nombre en voz alta y de recuperarte en el más amplio sentido de la palabra.
Aviso que hay personajazos secundarios y que sin ellos no estaría aquí ahora, como un amigo holandés que se llama Chris y al que jamás he visto pero con quien hablo sí o sí durante al menos una hora todas las semanas.
Y de esto, queridos, va a ir mi carta semanal a partir de ahora. Os voy a contar cómo me estoy reconstruyendo por dentro y por fuera mientras leo, trabajo, paseo, veo documentales, los hago y recupero mi vida.
Hasta la semana que viene.
Un beso enorme y cuidaos mucho,
Almu
❤️❤️❤️
abrazo de 20 segundos o más, sanador. qué requetebien escribes