De Cormac McCarthy, la relación de los yanquis con las armas, los coches y las neveras, y una entrevista de trabajo
Estoy totalmente fascinada con la historia que ha salido a la luz sobre la relación de Cormac McCarthy con una mujer a la que conoció cuando ella era una adolescente. Pero no por lo obvio, sino por la historia en sí y a dónde me lleva, vamos allá.
(Me estoy fumando el último cigarrillo que me queda mientras me bebo un café ya frío, cosa que voy a remediar ahora mismo. Lo del café frío, no lo del tabaco. No pienso comprar más. Se me han acabado las excusas para seguir fumando. No puedo más.)

La historia parece sacada de un relato de Cheever. Resulta que un día estaba Cormac tumbado en la piscina de un motel barato, cuando se le acerca una adolescente de 16 años con una pistola y una edición hecha polvo de su primer libro en la mano. Ella lo cuenta así:
“Conocí a Cormac en 1976, cuando yo tenía 16. Él tenía 42.”
“Llevaba unos vaqueros, una camisa de trabajo y tenía una funda con un revólver Colt que había empezado a usar. Se lo había robado al hombre que dirigía el hogar de acogida en el que estaba. Y Cormac me miró y dijo: "Señorita, ¿va a dispararme?".
La pistola era para defenderse, ya que la chica, Augusta Britt, que ahora tiene 64 años, había sufrido ya un montón de agresiones físicas y sexuales por parte de su padre y en las distintas casas de acogida por las que había pasado. Para salir de ese mundo de mierda en el que vivía, se refugiaba en la lectura, y entre los muchos libros que leía, estaba aquel de McCarthy. Le había visto antes en aquella piscina a la que iba a ducharse porque era más segura para ella que la ducha sin puertas del sitio en el que vivía entonces, le había sonado su cara, y al llegar a casa había descubierto que se trataba del señor de la foto que hay en la contraportada de aquel libro que le había gustado tanto. Así que decidió acercarse a él la siguiente vez que fuera a utilizar las duchas del motel y pedirle un autógrafo.
Qué imagen tan potente, parece una secuencia de “París, Texas”, o dos personajes sacados de las polaroids de Wim Wenders:




Una niña con un revólver vagando por paisajes desérticos de Estados Unidos. Los norteamericanos tienen una relación con las armas muy rara, como de intimidad, muchas veces. Yo recuerdo que en la casa en la que viví durante un año cuando era una adolescente, la vitrina de cristal más lujosa de toda la casa no era para la vajilla de porcelana que reservaban para ocasiones especiales, sino para la colección de rifles. Estaba estratégicamente situada de forma que se veía desde casi cualquier punto de la casa, como la tele, y era lo primero que aparecía ante ti cuando abrías la puerta de entrada.
Aquella familia, y yo con ella, vivía en una casa de 4 plantas rodeada de jardín, que en España solo se podrían permitir algunos, pero en este caso, ella era cajera de un supermercado y él trabajaba para el ayuntamiento, colocando las luces de navidad, podando los árboles de las calles y los parques o conduciendo la ambulancia. Era un pueblo pequeño con todos los clichés de la América profunda. A un lado teníamos un templo mormón que siempre tenía la luz apagada y las cortinas echadas, jamás salía de él ni entraba nadie, pero había un Cadillac negro aparcado en la puerta que solía cambiar de sitio misteriosamente. En el otro lado vivía un señor muy solitario y muy flaco, con barba de un palmo de longitud, una lágrima tatuada en la comisura de un ojo, y su madre, una anciana obsesa que no salía nunca de casa, solo sabíamos que seguía viva porque se escuchaban sus gritos por encima de la tele, llamando a su hijo de vez en cuando. Él una vez me invitó a entrar para conocer a sus pirañas. Tenía un estanque del tamaño de una pared en el que vivía una familia numerosa de esta especie, me los presentó a todos mientras yo miraba fascinada y hacía como que también los sabía diferenciar perfectamente a unos de otros. También me fijé en que la cama era un colchón de agua, y cada dos o tres minutos interrumpía su narración para atravesar la casa y abrir y cerrar la puerta de entrada, como una especie de tic, como una manía extraña que dividía su existencia en pequeños ratitos de pocos minutos. Después me enteré de que era una secuela de su síndrome post traumático causado por la guerra de Vietman, de la que era veterano.
Volviendo a Cormac, en el reportaje de Vanity Fair sobre el tema, te explican la cantidad de rasgos de la personalidad de Augusta que el escritor utilizó en muchos de sus personajes. La relación duró 47 años, pero ella le sirvió de inspiración durante toda su vida y aparece reflejada en todos sus libros de una manera u otra. Ella habla de él como su salvador, ya que si no le hubiera propuesto huir con ella, habría terminado siendo asesinada o pegándose un tiro. Su vida era un infierno y él la sacó de allí. Lo único, el pequeño detalle de que eso de follar con menores no se hace, señores.
Me he ido del tema y me he quedado en la sociedad yanqui, que tiene cosas que me fascinan y me repugnan a la vez. Me pasa como cuando veo una araña grande, que me dan un miedo que me muero, pero no puedo parar de observarlas. Dejo claro que yo no mato animales. De ningún tipo. Jamás le haría daño a una araña. Pero me dan miedo. Casi tanto como los norteamericanos.
Me fascina su relación con los coches. Los tratan como si fueran uno más de la familia, y no me refiero a que los mantengan más o menos limpios, eso da igual, sino a la familiaridad, esa relación de intimidad, de tener cosas valiosas en él, joyas en la guantera, o tu querido revolver, o tu oficina en el maletero, como esta foto de Weegee que vi ayer en la exposición de su trabajo que hay ahora en la Fundación Mapfre.
En Thelma & Louise también se ve muy clara esa relación con el coche, como una extensión de ti misma pero sin caer en sentimentalismos baratos, que es una herramienta, no tu brazo. Si hay que pegarle dos tiros al capó para guardar en él a un señor amordazado para que no vuelva cadáver, se le pegan. No pasa nada. El coche es tuyo y tú mandas, te lleva a donde tú quieres, a la velocidad que tú quieras, y si se queja por algo, sabes lo que le pasa porque lo conoces perfectamente.
Los norteamericanos pasan mucha parte del día en su coche. Viven lejos de todo, para cualquier recado es necesario conducir, pero también parte de su ocio lo pasan en el coche, yendo al autocine o a sitios de comida rápida con parking y bandejas pensadas para que comas dentro del coche. Yo recuerdo que tuve citas con chicos que transcurrieron en el coche. Enteras. Y no, no hablo necesariamente del “asiento trasero”. Que también. Pero no me refiero a eso.
Esto me recuerda a Kinsey Millhone, la detective protagonista de los libros de Sue Grafton, que tenía unas reflexiones muy graciosas, como una en la que llevaba horas dentro del coche porque estaba espiando a una persona que no terminaba de salir de un edificio, le entraron ganas de hacer pis pero no se atrevía a salir y buscar un servicio, ya que podía perder al tipo, y entonces se planteaba que qué rabia no ser hombre en circunstancias como esa para poder hacer pis en una lata. Era un personaje muy divertido, una tipa muy independiente, que no ganaba mucho pero era dueña de su vida, vivía en un apartamento enano y estaba enamorada platónicamente del anciano dueño del sitio. En otro de los libros de la serie, Kinsey visitaba a una mujer con varios hijos muy pequeños que vivía en un suburbio en el que parecía que había estallado por los aires un “Toys R us” porque todo eran jardines con juguetes esparcidos por todas partes. Los libros iban por orden alfabético, pero la autora murió antes de llegar a la Z. Una pena.
En las casas norteamericanas, por orden de importancia, primero está la vitrina de los rifles, luego la tele y en tercera posición, la nevera. No he vuelto a ver neveras tan grandes en mi vida. Normal, claro, si necesitas que tu compra incluya botes de ketchup, de mayonesa o de pepinillos de 5 kilos.
Me fascina esa necesidad que tienen los norteamericanos de tener que defenderse siempre de algo. Ese algo puede ser, desde enemigos imaginarios, que tienen una facilidad abismal para crearlos, a osos grizzly, cocodrilos, machapes… Espera. Hablando de mapaches. Aquella casa en la que viví estaba en un pequeño pueblo del Medio Oeste. En la puerta principal había un porche de madera que lo había construido el padre de aquella familia con sus propias manos. En él pasaba las tardes después del trabajo, bebiendo una lata de cerveza escondida dentro de la bolsa de papel, ya que estaba prohibido beber en público y la casa estaba en la acera de enfrente de la comisaría. También tenía siempre con él un rifle por si aparecía algún mapache. El rifle no había que esconderlo dentro de ninguna bolsa de papel, podías pegarle un tiro a un mapache sin problemas desde el porche de tu casa, cosa que me demostrarían en seguida, pero no beberte una lata de cerveza.
Con esa familia dejé de tener contacto hace muchos años hasta que luego me localizaron en Facebook y ahora charlamos, recordamos viejos tiempos y nos intercambiamos fotos. Y estábamos en esta última actividad el otro día, cuando me dijo Roxan, la madre de la familia, que había estado de viaje la semana anterior, le pedí fotos, y me mandó solo dos “porque esto es Texas y te recuerdo que no sería extraño que alguien me pegara un tiro si me pillara haciéndole fotos a su casa”. Esa es la cotidianeidad de la vida en los Estados Unidos. Su relación con las armas es tan común como su relación con los perros. O con las neveras. Uno tiene backyard, tiene perro y tiene rifle. O no lo tiene. Da lo mismo. Ninguna de las dos opciones son sorprendentes.
No sabía que me había dado tanto de sí la historia de McCarthy. Ojalá me pagaran por leer reportajes del Vanity Fair en lugar de tener que pasar por entrevistas de trabajo y su correspondiente infierno cuando he sido seleccionada. Ojalá a todos nos pagaran por hacer lo que nos hace feliz, y cómo hemos llegado hasta aquí, hasta exactamente el lugar contrario a eso, es algo que me pregunto muchas veces.
El reportaje tiene párrafos maravillosos:
“Ella lee en su armario para mantenerse fuera del alcance de la violencia. Para sobrevivir a su angustia solitaria, a la herida que lleva encima desde los 11 años, esta niña sólo puede recurrir a la literatura: Hemingway, Faulkner, tú.”
Hasta el nombre del gato de trapo que tenía la niña, John Grady Cole, lo utiliza Cormac para el nombre del protagonista del libro que le haría famoso. Y la nana que ella le cantaba al muñeco está en “Todos los caballos bellos”.
El vínculo que se crea entre ella y el autor del reportaje también tiene una novela. Él cuenta detalles de la visita, ya que se queda a dormir allí, en su casa. Toda la historia tiene algo de magia, de novela norteamericana contemporánea y de película situada en la América profunda.
El otro día fui a una entrevista de trabajo y pensé que no me había afectado tanto pero me he tambaleado entera. Era con un director general, una de esas personas que sabes que existen pero que habitan un planeta completamente distinto al tuyo y que no puedes comprender. El hombre me habló durante una hora mientras yo le observaba tratando de imaginarme trabajando con él, tratando de comunicarme con él, intentando que mi voz traspasara ese grueso cristal invisible que separa su mundo del mío… Es increíble lo vulnerable que se siente una en una situación así. Me vino a la cabeza otra situación parecida que viví hace muchos años, en la que un señor mayor que, según me contó, aunque ya estaba jubilado, era el abogado de la persona tan importante (jaja) para la que yo iba a trabajar si me elegían, me vino a decir durante algo más de media hora, que cómo se me había ocurrido pensar que yo estaba preparada para aquel trabajo, que menuda desfachatez… salí de allí llorando y, ante mi asombro, me llamaron para decirme que el trabajo era mío una semana después. Dije que no, que ya estaba trabajando en otra cosa. Era mentira, pero no me vi capaz de volver a entrar en aquella oficina. Además, ni siquiera era un trabajo relacionado con lo mío, era para ser la asistente de ese señor tan importante (jaja) y yo ya tengo suficiente con asistirme a mí misma.
En esta ocasión, el hombre fue muy amable conmigo, no fueron sus modales lo que me recordó a aquella situación del pasado, sino a entrar en ese mundo tan diferente al tuyo en el que tú no eres más que una mosca que se posa en el cristal y que, en cuanto alce el vuelo, él seguirá con sus juegos de poder, su máquina registradora mental y sus intereses venenosos.
Una hora metida en una sala de reuniones que en realidad es un cubículo de cristal con suelo enmoquetado y olor a aire artificial, donde parece que la electricidad estática y la sequedad en ese ambiente sin vida solo te afecta a ti.
Total, que salí de allí tratando de volver a mi planeta, mientras esa parte de mi cabeza que siempre está ahí para joderme la vida, insistía en hacer una lista mental de todo lo que había hecho mal que, como no era mucho, porque este señor no me dejó casi espacio para hablar, me asombré de ver que la enemiga que llevo dentro fue capaz de echarme en cara hasta lo que había desayunado. Pero que va, no cuela, amiga. Ya tengo una edad para saber reconocerte como la portavoz de esa precariedad que me ha mantenido muerta de miedo la mayor parte de mi vida laboral.
La cosa es esa idea que yo creo que muchos tenemos taladrada en el cerebro de que lo que valemos se mide por el trabajo que realizamos, que es mentira y una mierda muy grande, y el tener que someternos a estas entrevistas en las que un señor aleatorio nos mide esa valía en unos términos que nada tienen nunca que ver con en realidad con nosotros. Que todo eso es mentira y que el trabajo nos arruina la vida que tratamos de pagar con ese puto sueldo. Si me he explicado fatal, es por culpa del mono de tabaco.
No sabré si el trabajo es mío hasta la semana que viene, y aunque puede que sea el fin de mi vida tal y como la conozco hasta ahora durante unos meses, si me eligen, lo cogeré. La cosa es que me he pasado el resto de la semana tratando de volver a recuperar la cordura a base de caminatas, comida sana, muy poca lectura porque no consigo concentrarme, y alguna exposición.
También me he venido abajo por otra razón que me importa bastante más, y es que me he bloqueado con la historia que estaba escribiendo, pero creo que he conseguido desbloquearme. Ojalá.
El protagonista de esta semana:
Un pájaro carpintero al que no le importó nada que me quedara un rato largo a medio metro de distancia observándole. A veces me miraba para asegurarse de que estaba a salvo, y luego seguía a lo suyo. Me gustó mucho pasar ese ratito con él, muchas veces pienso que ojalá se acordaran de mí al día siguiente los bichos con los que me cruzo, me encantaría tener una amistad con un ave, o una mantis religiosa, de esto de vernos y estar juntos un rato compartiendo el silencio, que decía mi madre que es lo más importante que se puede compartir en una amistad. Pero no lo consigo. Normal, no nos hemos comportado nunca los humanos con los animales lo suficientemente bien como para que se fíen de nosotros.
Mira, hay un montón de cosas para comentarte, pero empezaré por leer más
de Augusta y Cormac y dejar de pensar en el hombre en el porche con el rifle, matando mapaches
Desde un lugar de relajo al otro lado del Pirineo me gustó leerte. Siempre.